NO TE RINDAS, TUS ALUMNOS TE NECESITAN...



¿Te ha pasado que se acerca la hora de clase, y de plano quisieras que el reloj se detuviera?

Muchas veces me pregunto el porqué de este sentimiento. Amo por completo la enseñanza. No creo que sean mis alumnos, ni el trabajo en sí, simplemente me siento cansado. ¿Cansado de qué? ¡De todo!

Típico, llego a mi salón, arrastrando los pies, mis alumnos esperando por mí en la puerta cual celebridad. En cuanto llego a poner en orden mi material, laptop, proyector, y todo los demás, ya tengo una horda a mi alrededor preguntándome que cómo me fue el fin de semana, que qué vamos a ver en clase, que qué pasa si no hicieron la tarea, y mil cosas más. Cuando quiero responder a un cuestionamiento, ya me hicieron otro y otro más. 

Yo ya solo respondo en automático; mientras prendo la computadora, ya no sé si al de la tarea le dije que me la pasé estupendo, y al que preguntó sobre qué veremos hoy le contesté que está reprobado. Cuando veo sus caras de confusión es que comprendo que llegó hora de pedirles que se sienten y que vamos a comenzar con nuestra clase. 

Es aquí donde entra la magia de la docencia. De repente toda esa falta de energía la sustituyo por mi mejor cara, mis movimientos más energéticos y la voz con el volumen más alto que pudiera salir de mí. Literalmente me transformo. Y doy comienzo a ese ritual de dos horas, en donde soy el centro de atención y no me puedo dar el lujo de que se me note una pizca de cansancio. 

Estando yo al frente de la clase; recuerdo la actividad que quedó pendiente de la clase anterior, recuerdo los nombres de todos mis alumnos, y viene a mi mente todo el plan de clase que hice semanas atrás especialmente para ellos. Todo la sesión en sí, se convierte en una hermosa danza armonizada al compás de mis palabras.

Veo que mis alumnos están comprendiendo y realizando entusiasmados las actividades que con todo cuidado planeé semanas atrás. Es entonces cuando dejo de ser el mismo maestro que entró al aula cansado de una semana interminable, del regaño del jefe de mi jefe, y del altero de pendientes que me esperan apilados en mi escritorio. 

Soy un nuevo yo. Me convierto en un maestro que se entrega a sus alumnos, que nota en sus rostros el deseo de que los sorprenda con una actividad divertida, algo gracioso e incluso con mis mejores movimientos dentro del salón para poder ir de fila en fila y darles una palmada en la espalda y decirles, "vas muy bien". Es entonces cuando dibujo una sonrisa en mi corazón y me enamoro más de mi profesión. 

Si unos minutos atrás pensé en rendirme y reportarme enfermo o inventar alguna excusa para irme a casa sin dar la clase, es en ese momento cuando entiendo que mis alumnos me necesitan ahí. Necesitan que me entregue y comparta no solo mis conocimientos sino también una experiencia de vida. 

Sí eres de los que ha pensado en rendirse, no lo hagas. Ellos te necesitan... y sabes perfectamente bien, que tú los necesitas más a ellos. 










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